Factores clave en la toma de decisiones educativas
Al cabo del curso, los docentes tienen que tomar numerosas decisiones sobre diferentes cuestiones educativas como, por ejemplo, qué tipo de letra usar para enseñar a escribir; qué medidas adoptar para incentivar la participación del alumnado dentro del aula; o de qué manera resolver una situación de bullying en el centro escolar. Para decidir qué hacer, los docentes suelen apoyarse en su experiencia previa y en la de sus colegas de oficio, en sus creencias y en sus valores, entre otros.
Todos estos elementos son esenciales e inherentes al oficio de maestro. Sin embargo, no siempre son suficientes para garantizar la mejor opción (Chalmers, 2003). A modo de ejemplo, la clase invertida en un aula de 2º de ESO puede funcionar muy bien en un centro cuyas familias disponen de los recursos necesarios en casa para que el estudiante complete las actividades previas que exige este modelo de aprendizaje (por ejemplo, acceso a internet o un espacio y condiciones de estudio adecuados). Y, sin embargo, puede resultar un fracaso absoluto en un centro con características demográficas opuestas. En este caso, si un docente se apoyara únicamente en la experiencia acumulada en otro centro escolar y decidiera incorporar el aula invertida a su quehacer diario, es muy probable que su decisión resultara fallida. Entonces, ¿qué hacer para optimizar la toma de decisiones en materia educativa? En las siguientes líneas, vamos a ofrecer algunas claves que pueden ayudar en esta tarea.
Antes de tomar cualquier decisión, conviene analizar tanto las características del alumnado como del centro educativo. No es lo mismo un aprendiz de bachillerato que uno de primaria, ni un estudiante con dificultades de aprendizaje que otro sin ellas. Tampoco son iguales una escuela rural y un centro escolar de grandes dimensiones o un colegio ubicado en una zona socio-económicamente desfavorecida que otro situado en un barrio acomodado. Asimismo, es aconsejable que la toma de decisiones venga precedida por un análisis de las necesidades del alumnado (bien a nivel de aula, de curso o de etapa) y del centro escolar en su conjunto. El resultado de estos dos pasos tiene que dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿es necesario incorporar algún tipo de cambio?
Hay ocasiones en las que lo que mueve a un docente o a un centro a realizar un cambio no es tanto una necesidad detectada sino un deseo de innovar, de explorar nuevas formas de educar. Este motivo es tan legítimo como el anterior. Ahora bien, en este caso es importante tener presente que no todos los cambios son para bien. Puede ocurrir que un docente abandone un método, recurso o estrategia que está funcionando en el aula (esto es, que favorece el aprendizaje o bienestar de todo el alumnado) por otro instrumento nuevo cuyo resultado final sea peor. O puede ocurrir que el resultado sea el mismo pero, sin embargo, los costes en términos de tiempo, de dedicación, de formación o de adquisición de materiales no compensen tal cambio.
Tanto si el motor del cambio es la detección de una necesidad real o un margen claro de mejora como si es el deseo de innovar, es aconsejable valorar con detenimiento una serie de aspectos antes de tomar una decisión. Por una parte, valora si el cambio es sostenible a largo plazo o, si por el contrario, a medio o largo plazo no quedará otra opción que abandonarlo. Hay numerosas razones que pueden hacer poco o nada viable una decisión a medio o largo plazo. Un motivo puede ser la imposibilidad de afrontar los costes de los recursos materiales y/o personales necesarios. Otro motivo puede ser la dificultad de prolongar en el tiempo la alteración de los horarios o del uso habitual de los espacios.
Asimismo, antes de tomar una decisión, conviene que el centro determine si cuenta con los recursos necesarios. Y, muy ligado a esto último, si el profesorado cuenta con los conocimientos y habilidades suficientes o, por el contrario, necesita una formación específica. Un cambio metodológico que refleja muy bien todas estas cuestiones es el aprendizaje basado en proyectos (ABP). Un centro que decide adoptar este método tiene que analizar si cuenta con espacios suficientes para realizar actividades en gran grupo; si es posible realizar sesiones de clase de más de una hora con docentes de diferentes disciplinas en una misma aula; o si el profesorado cuenta con el conocimiento y las habilidades suficientes para comenzar a trabajar bajo este enfoque (por ejemplo, si domina el aprendizaje cooperativo, el uso de los portfolios o el manejo de determinadas TICs (Blumenfeld et al. 2011).
En ocasiones, algunas decisiones que se toman en educación pueden favorecer solamente a una parte del alumnado y resultar inadecuada para otra parte. Continuando con el ejemplo anterior, el ABP es un método de aprendizaje centrado en el discente, donde el profesor adopta el papel de facilitador mientras los aprendices resuelven problemas reales de forma cooperativa y autónoma que, a menudo, culmina en un producto final (Thomas, 2000). Este método ha arrojado buenos resultados en el alumnado que ya posee una serie de conocimientos previos, que domina las habilidades necesarias para trabajar en equipo y que es capaz de regular su propio aprendizaje, entre otros. Sin embargo, puede no ser tan eficaz en el alumnado con dificultades de aprendizaje o en desventaja social, el cual se beneficia más de una enseñanza más explícita (Kirschner et al. 2010). Por este motivo, a la hora de tomar una decisión en materia educativa, es preciso valorar si el método, estrategia o herramienta que se desean incorporar al trabajo en el aula favorecen la equidad y son adecuados para todo el alumnado.
A la vista de todos los costes que puede acarrear un cambio en un centro educativo y de que, a pesar de que se haga siempre con la mejor intención, el cambio puede tener efectos inesperados en parte o la totalidad del alumnado, es recomendable comenzar con ensayos piloto. Un ensayo piloto consiste en poner a prueba aquel cambio que queremos incorporar en el centro solamente en una parte del alumnado mientras el resto permanece “en espera”. De esta manera, se ahorra buena parte de los recursos y tiempo que habría que invertir en caso de extender el cambio a todo el centro y se evita exponer a todo el grupo de estudiantes a unos efectos inesperados. En caso de que el ensayo piloto arroje resultados positivos, se podrá extender el cambio al resto del alumnado con las máximas garantías.
Por último, junto con el resto de criterios que utilicemos para decidir si incorporar o no un cambio en el centro, es muy recomendable consultar si existe investigación científica sobre el método, herramienta o estrategia que se desea introducir y, en caso de que sí, comprobar si los resultados confirman o descartan su eficacia y bajo qué condiciones. Cuando hablamos de investigación científica nos referimos a aquella que cumple una serie de parámetros de calidad y que ha sido sometida al escrutinio de varios investigadores independientes expertos en la materia para notificarlo (ver Guía rápida para evaluar propuestas educativas). La investigación en educación es compleja por todos los factores que pueden explicar un mismo resultado como, por ejemplo, el nivel socioeconómico o la motivación de cada estudiante. Además, aún existen muchos interrogantes por responder.
A pesar de todo ello, actualmente contamos con numerosas síntesis de la investigación, buena parte de ella hecha en aulas reales y con la colaboración de docentes en activo, que suponen una fuente de información muy valiosa en el proceso de toma de decisiones.
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